El cerebro y el corazón, son órganos que tienen una relación muy estrecha entre sí a la vez que una gran dependencia, de tal manera que el primero es el órgano del cuerpo humano que más necesita al segundo. El cerebro, a pesar de su reducido peso, el 2 % del total del organismo, consume alrededor del 20 % del oxígeno y gasta el 15 % de la energía total que genera el corazón.
En situaciones corrientes, el cerebro precisa un flujo sanguíneo constante que varía según las zonas. Así, la sustancia gris, donde se produce la mayor actividad neuronal, consume un poco más que la sustancia blanca (alrededor de 70-90 ml/100 g/min en la primera frente al 25-50 ml/100 g/min en la segunda).
Podemos entender por qué se considera al cerebro como el órgano de nuestro cuerpo más vulnerable en relación a las enfermedades cardiacas, sobre todo a aquellas en las que la función sistólica (la que produce la contracción del tejido muscular del corazón) se ve reducida. La falta de presión arterial supone una hipoperfusión cerebral que conlleva una deficiencia energética que repercute negativamente en la actividad neuronal, ya que provoca acidosis y estrés oxidativo.
Nos referimos a insuficiencia cardíaca cuando el corazón muestra dificultades en lograr un suministro adecuado de sangre a todo el organismo. En esta situación es incapaz de atender a las necesidades energéticas de los tejidos con las presiones de llenado normales, y precisa hacerlo con presiones más elevadas.
La insuficiencia cardíaca es considerada por los clínicos como el proceso final de la mayoría de las enfermedades del corazón, y es más frecuente en aquellas personas que sufren hipertensión arterial, diabetes y, sobre todo, las coronariopatías. Estas últimas son las enfermedades cardiacas más predispuestas a sufrir un infarto del miocardio.
El aumento significativo del número de personas que sufren insuficiencia cardiaca está asociado a la mayor longevidad de la población. Se han incrementado todas las enfermedades ligadas al envejecimiento, como son las enfermedades coronarias, la hipertensión arterial y la diabetes, entre otras. Los avances realizados con los diferentes fármacos, así como la implementación de otras medidas protectoras, han logrado un mejor pronóstico, aunque todavía se considera modesto, en la evolución de la insuficiencia cardiaca.
Según publicaciones recientes, en España la insuficiencia cardiaca afecta al 5 % en la población general, aumentando la prevalencia con la edad. Después de los 45 años, la posibilidad de desarrollarla se encuentra entre el 7 y el 8 %, y para edades superiores a los 80 años se mantiene alrededor del 15 %. Actualmente, las enfermedades cardiovasculares son la causa principal de muerte (31 %) de la población según la Organización Mundial de la Salud.
Entre los síntomas clínicos de la insuficiencia cardiaca se encuentran: fatiga cuando se realizan pequeños esfuerzos, dificultad para respirar, taquicardia, y edema en las extremidades inferiores; en muy pocas ocasiones se hace mención a pérdidas cognitivas y, si existen, se suelen atribuir a otros procesos concomitantes sin pensar en ella.
Los estudios realizados para evaluar el deterioro cognitivo en personas con insuficiencia cardiaca, señalan que hasta un 40 % lo presentan, siendo la pérdida de la memoria y de la atención las quejas más habituales, aunque frecuentemente se añaden dificultades para la planificación y ejecución de órdenes sencillas (funciones ejecutivas). El deterioro cognitivo está asociado a la disminución de presión en la salida de la sangre del ventrículo izquierdo del corazón cuando es enviada hacia el cerebro. Como consecuencia, se produce un déficit en la perfusión cerebral, que conlleva disminución de la oxigenación y por tanto daño neuronal. Según muestran las investigaciones realizadas en este campo, las personas con insuficiencia cardiaca que mantienen un índice cardíaco más elevado desarrollan más afectación cognitiva.
Las evaluaciones cognitivas seriadas realizadas en pacientes con insuficiencia cardiaca muestran como déficits más objetivos la dificultad para mantener la atención, la lentitud para entender órdenes sencillas, la dificultad para expresarse y el deterioro de la planificación y de la realización de tareas sencillas (funciones ejecutivas). Estas alteraciones, que ya se había señalado que ocurrían en un 40 % de los afectados, en investigaciones actuales superan a la mitad de las personas que padecen la patología cardiaca. Se recomienda que tanto los profesionales de la salud como los cuidadores y familiares estén atentos a estos déficits de los pacientes, ya que pueden explicar el deficiente autocuidado, el desinterés y la torpeza en la planificación, pudiendo llegar a tomar de una manera inadecuada las medicaciones y presentando dificultades para resolver aspectos de la vida diaria y de su enfermedad. Estos síntomas pueden hacernos pensar que son producidos por el desánimo y la postración por la enfermedad.
No existe evidencia suficiente para decir que haya una clara relación entre la insuficiencia cardiaca y la enfermedad de Alzheimer. Se ha postulado que la hipoperfusión cerebral provocada por la insuficiencia cardiaca afecta al funcionamiento neuronal por la falta de oxigenación celular y por la acidosis y estrés oxidativo que genera, dando lugar a la activación de las enzimas que conducen a la formación de la proteína Tau, implicada en la enfermedad de Alzheimer.
Actualmente, se piensa que el deterioro cognitivo y la demencia desarrollados en pacientes que sufren insuficiencia cardiaca están relacionados con las lesiones vasculares isquémicas debidas a la hipoperfusión, así como con los microémbolos cardiacos asociados a la aterosclerosis, patología muy frecuente en la enfermedad cardiaca.
Dr. Secundino López Pousa
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