La Organización Mundial de la Salud define la epilepsia como una «enfermedad cerebral crónica no transmisible que se caracteriza por convulsiones recurrentes, que son episodios breves de movimiento involuntario que pueden involucrar una parte del cuerpo (parcial) o todo el cuerpo (generalizado), y que en ocasiones se acompañan de pérdida de consciencia y control de la función intestinal o vesical». Además, añade que «una convulsión no significa epilepsia (hasta el 10 % de las personas tienen una convulsión a lo largo de la vida). Se considera que una persona sufre epilepsia cuando ha padecido dos o más convulsiones no provocadas».
En el ámbito clínico, la epilepsia es considerada como «una enfermedad del cerebro caracterizada por una predisposición duradera para generar ataques epilépticos, que se acompaña de otras manifestaciones clínicas en el ámbito psicológico, cognitivo y social». Esta definición conlleva que a la hora de realizar su abordaje y tratamiento se han de tener en cuenta de una manera global todas sus manifestaciones. Es por ello que no solo se ha buscar un tratamiento farmacológico que controle la aparición de nuevas crisis convulsivas, sino que también deberán realizarse aquellos tratamientos complementarios necesarios. Aparte de la medicación necesaria para el control de la aparición de nuevas crisis convulsivas, deberá realizarse un tratamiento complementario dirigido a corregir las alteraciones psicológicas y cognitivas que la acompañan. De hecho, y dependiendo de la edad de aparición, entre un 20 y un 60 % de las personas sufren depresión, y entre un 15 y el 20 % ansiedad.
Como ocurre en las enfermedades neurodegenerativas y en la enfermedad de Alzheimer, la incidencia de epilepsia en adultos aumenta con la edad, y se manifiesta sobre todo después de los 60 años.
El rendimiento de la memoria se correlaciona con la edad de inicio de la epilepsia y la duración de las crisis convulsivas. Así, un rendimiento cognitivo inferior se asocia con la duración más prolongada de los episodios convulsivos y el inicio de las convulsiones en edades más avanzadas.
Por otra parte, el uso de fármacos antiepilépticos y, más aún, cuando se requiere de varios de ellos, disminuye la cognición. En general, las personas que toman un solo medicamento muestran dificultades en el aprendizaje verbal y a la hora de definir y desarrollar las ideas, mientras que las que reciben varios fármacos tienen mayores dificultades en la atención, la memoria inmediata y a la hora de realizar actividades mentales complejas como las que suponen la organización y planificación de las actividades de la vida diaria.
Cuando comparamos población mayor, de la misma edad, con y sin epilepsia, se observa un ligero deterioro cognitivo, semejante al que sufren las personas con deterioro cognitivo leve amnésico, que es frecuente en la población de edad avanzada. También influyen en este deterioro los procesos ansiosos y depresivos que de manera frecuente sufren estas personas, y que afectan sobre todo a la memoria y a la fluidez verbal, repercutiendo globalmente en la cognición. Por otra parte, no podemos obviar que, en esta población de mayor edad, la epilepsia suele ir asociada a otros procesos médicos como la hipertensión, dislipidemia y diabetes, entre otros, que constituyen también factores de riesgo para el deterioro cognitivo y para la enfermedad de Alzheimer.
Se ha observado que los pacientes con enfermad de Alzheimer presentan crisis epilépticas con más frecuencia que la población general de la misma edad. El riesgo de padecerlas es mayor en las primeras etapas de la enfermedad, sobre todo en aquellas presentaciones que aparecen antes de los 60 años y en las formas hereditarias. De hecho, existe evidencia científica que señala que entre un 10 y un 22 % de los pacientes con enfermedad de Alzheimer presentarán una convulsión, y que hasta el 5 % sufrirán epilepsia, cifra que aumenta hasta el 17 % cuando se realizan estudios neuropatológicos de personas diagnosticadas de enfermad de Alzheimer.
Las crisis epilépticas en la enfermedad de Alzheimer a menudo pasan desapercibidas, ya que en muchos de los casos su manifestación clínica no es en forma de crisis convulsiva, y esto hace que sea más difícil de detectar. En esta enfermedad, la epilepsia suele presentarse como fluctuaciones en el comportamiento, con agravamiento temporal de la memoria o episodios de ausencia breves.
Aunque no existe evidencia científica de que el sufrir epilepsia sea factor de riesgo para el desarrollo de demencia o de la enfermedad de Alzheimer, sí que podemos señalar que las personas epilépticas pueden mostrar deterioro cognitivo leve, que en gran medida se ha atribuido a los fármacos antiepilépticos o a los factores psicológicos acompañantes.
No obstante, sí existe evidencia científica de que las personas con enfermedad de Alzheimer sufren más frecuentemente convulsiones y epilepsia que la población normal. Aunque la epilepsia generalmente se presenta como convulsiones generalizadas, en muchas ocasiones los pacientes experimentan convulsiones focales con alteración de la conciencia, sin que se llegue a una crisis generalizada. Es muy importante tener en cuenta estas presentaciones, ya que los pacientes con enfermedad de Alzheimer y epilepsia no tratada muestran un mayor y más rápido deterioro cognitivo. Esto sugiere que las convulsiones podrían representar un factor de riesgo para el desarrollo de la enfermedad de Alzheimer, y acelerar los cambios neurodegenerativos que conducen a la demencia varios años antes de la aparición de los síntomas clínicos propios de la enfermedad.
Dr. Secundino López Pousa
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